lunes, 29 de noviembre de 2010

No se lo dije al jardín (Emily Dickinson)

Delfina interpretando a Emily en la presentación
 de Cartas a la mosca de Laura Forchetti


No se lo dije al jardín
todavía no sea que me conquiste,
no tengo suficiente fuerza ahora
para decírselo a la abeja,
no lo mencionaré en las calles
porque las tiendas me mirarían,
que alguien tan tímido,
tan ignorante tenga el descaro de morir.

Las laderas de las montañas
no deben saberlo, dónde
yo tanto he jugado, ni decirlo
a los cariñosos bosques el día que me vaya,
ni susurrarlo en la mesa,
ni desprevenidamente en el camino
sugerir que dentro de un acertijo
alguien se encaminará hoy. 

lunes, 18 de octubre de 2010

El pozo (Juan Ramón Jiménez)


El pozo

¡ El pozo !... Platero, ¡qué palabra tan honda, tan verdinegra, tan fresca, tan sonora! Parece que es la palabra la que taladra, girando, la tierra oscura, hasta llegar al agua fría.
Mira; la higuera adorna y desbarata el brocal. Dentro, al alcance de la mano, ha abierto, entre los ladrillos con verdín, una flor azul de olor penetrante. Una golondrina tiene, más abajo, el nido. Luego, tras un pórtico de sombra yerta, hay un palacio de esmeralda, y un lago, que, al arrojarle una pierda a su quietud, gruñe y se enfada. Y el cielo, al fin.
(La noche entra, y la luna se inflama allá en el fondo, adornada de volubles estrellas. ¡Silencio! Por los caminos se ha ido una vida a lo lejos. Se escapa por el pozo el alma a lo hondo. Se ve por él como el otro lado del crepúsculo. Y parece que va a salir de su boca el gigante de la noche, dueño de todos los secretos del mundo. ¡Oh laberinto quieto y mágico, parque umbrío y fragante, magnético salón encantado!)
—Platero, si algún día me echo a este pozo, no será por matarme, créelo, sino por coger más pronto las estrellas. Platero rebuzna, sediento y anhelante. Del pozo sale, asustada, revuelta y silenciosa, una golondrina.

y vuelvo a caer (Florencia Bolan)

Siento
       que
              caigo

que nunca, nunca más podré levantarme

siento
         que
               caigo

que nadie vendrá a ayudarme
                           a salvarme

siento que caigo

estoy en una cueva

                                  oscura
                                                   sin salida

lunes, 4 de octubre de 2010

haiku (Lucía Bustamante)

Cae la tarde
y ya no te encuentro
te pierdo en mí

De lo más pequeño al cielo (Florencia Bolan)





Mi mano levanta en vano la piedra
del anciano y ya sin vida árbol.
Su pájaro de la guarda inútilmente lo protege.
El viento de invierno lo tira al suelo.
Una nube sobrevuela su desgracia.
Una desgracia que no existe,


que el cielo inventa

lunes, 13 de septiembre de 2010

Los frutos y el perro (Daniela Longhi)


A partir de la lectura de Esteparia de Natalia Litvinova:



Mi perro lo único que hacía era ladrar y temblar frente al televisor.


El diariero todas las mañanas traía el periódico a la puerta y el perro lo recogía de la nieve

y lo entraba en la casa.


Regresaba de su paseo con una pluma en el rostro y nadie sabía por qué.


En verano traía un hueso y una golosina de frambuesa.


Le fascinaban los frutos maravillosos


Mi madre y el perro recogían las manzanas del parque.


It s my life (Florencia Bolan)


A partir de la lectura de Esteparia de Natalia Litvinova:



Mi abuelo lo único que hacía era comer, beber y dormir.


Mi padre todas las mañanas tomaba su desayuno, se cepillaba los dientes

me daba un beso y barría la nieve.


Regresaba con un ramo de flores y un moño color turquesa.


La cabellera de mi padre tenía canas, empezaba a avejentarse.


Mi abuelo golpeaba su cabeza calva como tratando de recordar


Un día mi padre murió.


Lloré la clave del silencio.

gómel (Natalia Litvinova)


mi abuelo lo único que hacía era afeitarse y temblar

frente al televisor.


mi padre todas las mañanas se perdía en el campo,

transformado en un punto tridimensional de la nieve.


regresaba con una sonrisa mística en su rostro y nadie

sabía por qué.


en verano también esa misma sonrisa y frutillas

en sus manos, en primavera frambuesas.


la sonrisa de mi padre traía frutos maravillosos.


mi abuelo temblaba cada día más, su cabeza recaía

como mandolina y se erguía como un piano.


un día mi padre regresó con manzanas


mi abuelo dio con la clave del silencio.

lunes, 30 de agosto de 2010

La leche de la muerte (Marguerite Yourcenar)


La larga fila «beige» y gris de los turistas se extendía por la calle ancha de Ragusa; los gorros adornados con trencilla y las opulentas chaquetas bordadas, que se mecían al viento a la puerta de las tiendas, encendían los ojos de los viajeros a la búsqueda de regalos baratos, o de disfraces para los bailes de a bordo. Hacía un calor como sólo puede hacerlo en el infierno. Las montañas peladas de Herzegovina proyectaban en Ragusa sus fuegos de espejos ardientes. Philip Mide entró en una cervecería alemana en donde zumbaban unas cuantas moscas enormes en medio de una asfixiante penumbra. La terraza del restaurante daba paradójicamente al Adriático, que reaparecía allí, en plena ciudad, en el lugar donde menos se le esperaba, sin que aquella súbita escapada azul sirviera de otra cosa que no fuera añadir un color más a lo abigarrado del mercado. Un hedor pestilente ascendía de un montón de desperdicios de pescado que estaban limpiando unas gaviotas, de blancura casi insoportable. No llegaba brisa alguna del mar. E1 compañero de camarote de Philip, el ingeniero Jules Boutrin, bebía ante una mesa redonda de zinc, a la sombra de una sombrilla color de fuego, que recordaba desde lejos una gruesa naranja flotando en el mar.

—Cuénteme otra historia, viejo amigo —dijo Philip dejándose caer pesadamente en una silla—. Necesito un whisky y una historia cuando estoy delante del mar... Que sea la historia más hermosa y menos verdadera posible, y que me haga olvidar las mentiras patrióticas y contradictorias de algunos periódicos que acabo de comprar en el muelle. Los italianos insultan a los eslavos, los eslavos a los griegos, los alemanes a los rusos, los franceses a Alemania, y a Inglaterra, casi tanto como a esta última. Todos tienen razón, supongo. Hablemos de otra cosa... ¿Qué hizo usted ayer en Scutari, luego de saciar su curiosidad por ver con sus propios ojos no sé qué clase de turbinas?

—Nada—dijo el ingeniero—. Aparte de echar una ojeada a las azarosas obras de un pantano, dediqué la mayor parte del tiempo a buscar una torre. Tantas voces oí a las viejas de Senia contarme la historia de la Torre de Scutari que necesitaba localizar sus ladrillos desmoronados e inspeccionar si en ellos se encontraba, como dicen, un reguero blanco... Pero el tiempo, las guerras y los aldeanos de la vecindad, preocupados por consolidar los muros de sus granjas, la han derribado piedra a piedra, y su recuerdo no se mantiene en pie, sino en los cuentos... A propósito? Philip, ¿tiene usted la suerte de poseer lo que se llama una buena madre?

—¡Qué pregunta...!—dijo con indiferencia el joven inglés—. Mi madre es hermosa, delgada, va muy bien maquillada y sus carnes son tan prietas y duras como el cristal de un escaparate. ¿Qué más queréis que os diga? Cuando salimos juntos se creen que yo soy su hermano mayor.

—Eso es. Le pasa a usted como a todos nosotros. Cuando pienso que hay idiotas que pretenden que nuestra época carece de poesía, como si no tuviera sus surrealistas, sus estrellas de cine y sus dictadores... Créame, Philip, lo que nos falta precisamente son realidades. La seda es artificial, las comidas aborreciblemente sintéticas se parecen a esos falsos alimentos con que se atraca a las momias, y las mujeres, esterilizadas contra la desdicha y la vejez, han dejado de existir. Ya sólo en las leyendas de los países medio bárbaros encontramos a esas criaturas ricas en leche y en lágrimas, de las que uno se sentina orgulloso de ser hijo... ¿Dónde oí yo hablar de un pocta que no pudo amar a ninguna mujer porque en otra vida se había encontrado con Antígona? Un tipo que se me parecía... Unas cuantas docenas de madres y de enamoradas, desde Andrómaca hasta Griselda, me han vuelto exigente con respecto a esas muñecas irrompibles que pasan por ser hoy la realidad.

Isolda por amante, y por hermana a la hermosa Alda... Sí, pero la que me hubiera gustado tener por madre es una niña que pertenece a la leyenda albanesa, la mujer de un joven reyezuelo de por aquí.

Éranse tres hermanos que trabajaban construyendo una torre desde donde pudieran vigilar a los bandidos turcos. Habían emprendido la tarea ellos mismos, sea porque la mano de obra fuese cara, sea porque, como buenos campesinos, no se fiaban más que de sus propios brazos, y sus mujeres se turnaban para llevarles la comida. Pero cada vez que conseguían llevar a buen término su trabajo para colocar un ramo de hierbas en el tejado, el viento de la noche y las brujas de la montaña derribaban su torre lo mismo que Dios derribó la de Babel. Puede haber múltiples razones para que una torre no se mantenga en pie, y puede culparse de ello a la torpeza de los obreros, a la mala voluntad del terreno o a la insuficiencia del cemento que traba las piedras. Pero los campesinos servios, albaneses o búlgaros, no reconocen más que una causa de semejante desastre: saben que un edificio se hunde por no haber tenido cuidado de encerrar en sus cimientos a un hombre o a una mujer, cuyo esqueleto sostendrá, hasta que llegue el día del Juicio Final, la carne pesada de las piedras. En Arta, en Grecia, enseñan un puente en donde fue emparedada de este modo una muchacha: parte de su cabellera se escapa por una grieta y cuelga sobre el agua como una planta rubia. Los tres hermanos empezaban a mirarse con desconfianza y ponían gran cuidado en no proyectar su sombra sobre el muro inacabado, ya que es posible, a falta de algo mejor, encerrar dentro de un edificio en construcción a esa negra prolongación del hombre, que tal vez sea su alma, y aquel cuya sombra es apresada de esta manera muere como un desventurado que padece penas de amores.

Por la noche, cada uno de los tres hermanos trataba de sentarse lo más lejos posible del fuego, por miedo a que alguien se le acercara cautelosamente por detrás, le arrojara un saco sobre su sombra y se la llevara, medio estrangulada, como una paloma negra. Empezaba a flojear su entusiasmo por el trabajo, y la angustia, ya que no la fatiga, bañaba de sudor sus frentes morenas. Por fin, un día, el mayor de los hermanos reunió a su alrededor a los más pequeños y les dijo:

—Hermanitos, hermanos en la sangre, la leche y el bautismo, si nuestra torre se queda sin terminar, los turcos volverán a penetrar por las márgenes del lago, escondidos tras los juncos. Violarán a las hijas de nuestros granjeros, quemarán en nuestros campos la promesa del pan futuro, crucificarán a nuestros campesinos en los espantapájaros que hay en nuestros huertos y que se transformarán de este modo en pasto para los cuervos. Hermanitos, nos necesitamos unos a otros y nunca el trébol sacrificó una de sus tres hojas. Pero cada uno de nosotros tiene una mujer joven y vigorosa, cuyos hombros y cuya hermosa nuca están acostumbrados a soportar el peso de la carga. No decidamos nada, hermanos míos: dejemos que elija el Azar, ese testaferro de Dios. Mañana, cuando llegue el alba, cogeremos, para emparedarla en los cimientos de la torre, a aquella de nuestras mujeres que venga a traernos la comida. No os pido más que el silencio de una noche, hermanos míos, y asimismo que no abracéis hoy con demasiadas lágrimas y suspiros a la que, al fin y al cabo, tiene dos probabilidades sobre tres de seguir respirando cuando se ponga el sol.

Le era fácil hablar así, pues aborrecía a su mujer y quería deshacerse de ella para sustituirla por una hermosa muchacha griega de pelo rojizo. El hermano segundo no dijo ninguna objeción, ya que contaba prevenir a su mujer en cuanto regresara, y el único que protestó fue el pequeño, pues tenía por costumbre cumplir sus promesas. Enternecido por la magnanimidad de sus hermanos mayores, dispuestos a renunciar a lo que más querían en favor de la obra, acabó por dejarse convencer y prometió callar toda la noche.

Regresaron al campamento a la hora del crepúsculo, cuando el fantasma de la luz moribunda ronda aún por los campos. El hermano segundo entró en su tienda de muy mal humor y ordenó con rudeza a su mujer que le ayudara a quitarse las botas. Cuando la vio agachada delante de él, le arrojó las botas a la cara y dijo:

—Hace ocho días que llevo puesta la misma camisa, y llegará el domingo sin que pueda ponerme ropa blanca. ¡Maldita gandula! Mañana, en cuanto apunte el día, marcharás al lago con tu cesto de ropa y te quedarás allí hasta la noche, entre tu cepillo y tu pala. Si te alejas del lago un solo paso, morirás.

»Y la joven prometió temblando que dedicaría todo el día siguiente a la colada.

El mayor volvió a casa muy decidido a no decirle nada a su mujer, cuyos besos le cansaban y cuya rolliza belleza había dejado de agradarle. Pero tenía una debilidad: hablaba en sueños. La opulenta matrona albanesa no durmió bien aquella noche, pues se preguntaba en qué podía haber desagradado a su señor. De repente oyó a su marido gruñir, mientras tiraba de la manta hacia él: —Corazón, corazón mío... pronto serás viudo... ¡Qué tranquilos vamos a estar, separados de esa morenota por los buenos y fuertes ladrillos de la torre!...

Pero el más pequeño entró en su tienda pálido y resignado, como un hombre que acabara de tropezar con la Muerte en persona con su guadaña al hombro, camino de la siega. Besó a su hijo en su cuna de mimbre y cogió tiernamente en brazos a su mujer; durante toda la noche le oyó ella llorar contra su corazón. Pero la joven era discreta y no le preguntó la causa de aquella pena tan grande, pues no quería obligarle a que le hiciese confidencias y no necesitaba saber cuáles eran sus penas para tratar de consolarlo.

>AI día siguiente, los tres hermanos cogieron sus picos y sus martillos y salieron en dirección a la torre. La mujer del hermano segundo preparó su cesto de ropa y fue a arrodillarse delante de la mujer del hermano mayor.

—Hermana—le dijo—, querida hermana, hoy me toca a mí ir a llevarles la comida a los hombres, pero mi marido me ha ordenado, bajo pena de muerte, que le lave sus camisas blancas, y mi cesto está lleno.

—Hermana, querida hermana—dijo la mujer del hermano mayor—, con mucho gusto iría yo a llevarles la comida a nuestros hombres, pero un demonio se me metió anoche en una muela... ¡Uy, uy, uy..., estoy que no sirvo para nada..., todo lo más para gritar de dolor!

Y dio una palmada, sin más preámbulos, para llamar a la mujer del hermano pequeño.

—Mujer de nuestro hermano pequeño —dijo—, querida mujercita del menor de los nuestros, vete tú hoy en nuestro lugar a llevar la comida a los hombres, pues el camino es largo, nuestros pies están cansados, y somos menos jóvenes y menos ligeras que tú. Ve, querida muchacha, que vamos a llenarte la cesta con un montón de cosas suculentas, para que nuestros hombres te acojan con una sonrisa, a ti que serás la mensajera que vas a aplacar su hambre.

Y le llenaron la cesta con peces del lago confitados en miel y pasas de Corinto, con arroz envuelto en hojas de parra, con queso de cabra y con pastelillos de almendras saladas. La joven puso tiernamente a su hijo en brazos de sus cuñadas y se fue sola por el camino, con su fardo a la cabeza, y su destino alrededor del cuello como una medalla bendita, invisible para todos, en la que Dios mismo había escrito a qué clase de muerte se hallaba destinada y cuál era el lugar que ocuparía en el cielo.

Cuando los tres hombres la vieron llegar desde lejos, figurilla pequeña que aún no se distinguía, corrieron hacia ella; los dos primeros, inquietos por saber si había tenido éxito su estratagema. El mayor se tragó una blasfemia al descubrir que no era su morenaza, y el segundo dio gracias al Señor en voz alta por haber salvado a su lavandera. Pero el pequeño se arrodilló, rodeando con sus brazos las caderas de la muchacha, y le pidió perdón gimiendo. Después, se arrastró a los pies de sus hermanos y les suplicó que tuvieran piedad. Finalmente, se levantó y el acero de su cuchillo brilló al sol. Un martillazo en la nuca lo arrojó, aún palpitante, a orillas del camino. La joven, horrorizada, había dejado caer su cesta y las vituallas dispersas fueron el deleite de los perros del rebaño. Cuando comprendió de qué se trataba, tendió las manos al cielo:

—Hermanos a los que yo jamás falté, hermanos por el anillo de boda y la bendición del sacerdote, no me matéis; avisad a mi padre? que es jefe de clan en la montaña, y él os proporcionará mil sirvientas, a quien podréis sacrificar. No me matéis, ¡amo tanto la vida!... No pongáis, entre mi bienamado y yo, una pared de piedras.

Pero se calló de repente, pues advirtió que su marido, tendido a la orilla del camino, ya no movía los párpados, y que sus cabellos negros estaban manchados de sesos y de sangre. Entonces, sin gritos ni lágrimas, se dejó arrastrar por los dos hermanos hasta el nicho que habían horadado en la muralla redonda de la torre: puesto que iba a morir, para qué llorar. Pero en el momento en que colocaban el primer ladrillo ante sus pies calzados con sandalias rojas, recordó a su hijo, que acostumbraba a mordisquear sus zapatos como un perrillo juguetón. Unas cálidas lágrimas resbalaron por sus mejillas y fueron a mezclarse con el cemento que la llana alisaba sobre la piedra.

»—¡Ay, piececitos míos! —dijo—. Ya no me llevaréis como solíais hasta la cumbre de la colina, para que mi bienamado viera antes mi cuerpo. Ya no sabréis del frescor del agua que corre: tan sólo os lavarán los Ángeles, en la mañana de la Resurrección...

La construcción de ladrillos y de piedras se alzaba ya hasta sus rodillas, tapadas con una falda dorada. Muy erguida en el fondo de su nicho, parecía una Virgen María de pie tras de su altar.

—Adiós, mis queridas rodillas—dijo la joven—. Ya no podréis mecer a mi hijo, ni sentada bajo el hermoso árbol del huerto, que da al mismo tiempo alimento y sombra, podré yo llenaros de rica fruta...

El muro se elevó un poco más y la joven prosiguió:

—Adiós, mis manos queridas, que colgáis a ambos lados de mi cuerpo, manos que ya no podréis hacer la comida, ni hilar la lana, manos que ya no abrazarán a mi bienamado. Adiós, mis caderas y mi vientre, que ya no conocerá lo que es dar a luz ni amar. Hijos que yo hubiera podido traer al mundo, hermanos que no tuve tiempo de darle a mi hijo, me acompañaréis dentro de esta prisión, que será mi tumba, y donde tendré que permanecer de pie, sin dormir, hasta el día del Juicio Final.

El muro le llegaba ya al pecho. En aquel momento, un estremecimiento recorrió la parte superior del cuerpo de la joven, y sus ojos suplicaron con una mirada semejante al ademán de dos manos tendidas.

—Cuñados—dijo—, por consideración no a mí, sino a vuestro hermano muerto, pensad en mi hijo y no lo dejéis morir de hambre. No emparedéis mis pechos, hermanos, que mis dos senos permanezcan libres bajo mi camisa bordada y que me traigan todos los días a mi hijo por la mañana, a mediodía y al crepúsculo. Mientras me queden unas gotas de vida, bajarán hasta la punta de mis senos para alimentar al hijo que traje al mundo, y el día en que ya no me quede leche, beberá mi alma. Consentid esto, malvados hermanos, y si lo hacéis así, ni mi marido ni yo os pediremos cuentas cuando nos encontremos en la casa de Dios.

Los hermanos, intimidados, consintieron en satisfacer aquel último deseo y dejaron un intervalo de dos ladrillos a la altura de los pechos. Entonces, la joven murmuró:

—Hermanos queridos, poned vuestros ladrillos delante de mi boca, pues los besos de los muertos dan miedo a los vivos, mas dejad una ranura delante de mis ojos, para que yo pueda ver si mi leche le aprovecha a mi niño.

Hicieron como ella les pedía y dejaron abierta una ranura horizontal a la altura de los ojos. Al llegar el crepúsculo, a la hora en que su madre tenía por costumbre darle de mamar, trajeron al niño por el camino polvoriento, bordeado de arbustos pequeños medio comidos por las cabras, y la emparedada saludó la llegada del niño con gritos de alegría y bendiciones a los dos hermanos. Unos chorros de leche empezaron a brotar de sus dos senos, duros y tibios, y cuando el niño, hecho de la misma sustancia que su corazón, se durmió contra sus pechos, empezó a cantar con voz amortiguada por el muro de ladrillos. En cuanto le quitaron al niño del pecho, ordenó que lo llevaran al campamento para dormir, pero durante toda la noche se oyó la tierna melopea bajo las estrellas, y aquella canción de cuna, a pesar de la distancia, bastaba para impedir que el niño llorase. Al día siguiente, ella ya no cantaba y su voz era muy débil cuando preguntó cómo había pasado Vania la noche. Al día siguiente, calló, pero aún respiraba, pues sus pechos, todavía habitados por su aliento, subían y bajaban imperceptiblemente dentro de su jaula. Unos días más tarde, su soplo de vida fue a juntarse con su voz, pero sus senos inmóviles no habían perdido nada de su dulce abundancia de fuentes, y el niño, dormido en el hueco que formaban, oía aún latir su corazón. Luego, aquel corazón tan acorde con la vida fue espaciando sus latidos. Sus ojos lánguidos se apagaron como el reflejo de las estrellas en una cisterna sin agua y a través de la ranura ya no se vio nada más que dos pupilas vidriosas, que ya no miraban al cielo. Aquellas pupilas acabaron por licuarse y dejaron lugar a dos órbitas huecas, en cuyo fondo veíase la Muerte, pero el pecho joven permanecía intacto y durante dos años más, al llegar la aurora, al mediodía y al crepúsculo, continuaba manando el surtidor milagroso, hasta que ya el niño dejó de mamar por su propia voluntad.

Tan sólo entonces los pechos agotados se redujeron a polvo y en el borde de ladrillo ya no quedaron más que unas pocas cenizas blancas. Durante varios siglos, las madres enternecidas acudieron a la torre, para seguir con el dedo, a lo largo del ladrillo rojizo, los surcos trazados por la leche maravillosa, y luego la misma torre desapareció, y el peso de la bóveda dejó de aplastar al ligero esqueleto de mujer. Por último, hasta los mismos frágiles huesos acabaron por dispersarse y ahora ya no queda en pie más que este viejo francés, achicharrado por un calor de infierno, que repite machaconamente, al primero que encuentra, esta historia que es digna de inspirar tantas lágrimas a los poetas como la historia de Andrómaca.

En aquel momento, una gitana, cubierta de una espantosa suciedad dorada, se acercó a la mesa en que se acodaban los dos hombres. Llevaba en brazos a un niño, cuyos ojos enfermos desaparecían bajo un vendaje de harapos. Se dobló en dos, con el insolente servilismo que caracteriza a ciertas razas miserables y reales, y sus faldas amarillas barrieron el suelo. El ingeniero la apartó bruscamente, sin preocuparse de su voz, que pasaba del tono de la súplica al de las maldiciones. El inglés la llamó para darle un denario de limosna.

—¿Qué es lo que le pasa a usted, viejo soñador? —dijo con impaciencia—. Los senos y los collares de esta mujer valen tanto como los de su heroína albanesa. Y el niño que la acompaña es ciego.

—Conozco a esa mujer —respondió Jules Boutrin—. Un médico de Ragusa me relató su historia. Hace unos meses que viene colocando en los ojos de su hijo unos asquerosos emplastes que le inflaman la vista y provocan la compasión de los transeúntes. El niño todavía ve, pero pronto será lo que ella desea: un ciego. Entonces esta mujer tendrá asegurado su peculio para toda la vida, pues cuidar de un impedido es una profesión lucrativa. Hay madres y madres.

lunes, 23 de agosto de 2010

¿de qué nos hablan las paredes?

exploración visual: ¿cuántas historias cuenta esta pared?

lunes, 5 de julio de 2010

La muchacha que escribía poemas (Florencia Bolan)


Aquella muchacha escribía poemas. De lo más locos eran. Tenía una imaginación de acá a la China, se imaginaba los paisajes más exóticos, más grandes, más desconocidos, unía personajes extraños, llegó a unir un elfo con una druida, era de lo más inventiva.
Había en sus poemas animales raros, asquerosos, nunca vistos; y los más conocidos, llegó a inventar un conejo con cabeza de lobo y uno tan común como un molusco.
Todo lo que ella escribía sucedía en la realidad, escribió llovizna y al día siguiente diluviaba. También sucedía con otras palabras como abanico o amatistas.
El color verde tampoco se quedaba atrás, estaban las glicinas azules más hermosas del mundo, los árboles más frondosos con sus frutos sabor cielo y sus raíces que dibujaban frases de amor o mensajes de paz que sólo las personas de corazón puro podían descifrar.
Cuando la muchacha se enojaba un humo negro aparecía en el horizonte, el simple aleteo de un pájaro destrozaba tejados y chimeneas.

Sus poemas no podían terminar sin una azucarada taza de café.

refranes retocados (Florencia Bolan)


El que madruga va a dejar de jugar


Sin fuerza de voluntad el tiempo hace pasar el amor

Un sueño olvidado no vale nada

No por miedo a errar no vas a bailar

A caballo regalado Dios lo ayuda

Al que toca no se le miran los dientes

El amor hace pasar un sueño sin estrellas

Sueño o... (Florencia Bolan)


Nuevo. Nuevo ropa, nueva apariencia, nueva actitud, nueva vida. Nueva esperanza.
Una joven no mayor de 35 años emprende una aventura.
El tren llega. Sonríe. Entra y se sienta. Le queda un camino largo para recorrer.
Soltera, todo tipo se le tira encima. Harta se duerme. Despierta. Nada. La nada. Todo desapareció. Sus valijas, todo el asco hacia los hombres, su esperanza. Recuerda. En su sueño había monstruos, bestias malvadas. Mataron a todos; menos a ella. La necesitaban. Desesperada huye. A ningún lugar. Corre, la persiguen. Quién? No lo sabe. Se tropieza. Cae. Se desmaya. Pierde la razón. Despierta. Se terminó. Ya está. Había terminado el sueño. O... era el comienzo de la pesadilla?

lunes, 14 de junio de 2010

Proverbios

El hombre recurre a la verdad sólo cuando anda corto de mentiras

No creas en el llanto de un heredero, muy a menudo no es más que una risa disimulada

Azotando el cuerpo de la mujer se ajusta su virtud

Date un pellizco y conocerás el dolor del amigo

Cuando el hombre ha agotado las mentiras, encuentra la verdad en el nuevo saco

El mundo es una rosa, huélela y pásala a tu amigo

Amor hecho a la fuerza no vale nada


Con fuerza de voluntad, incluso un ratón puede comerse un gato

Frente al amor y la muerte no sirve de nada ser fuerte

Sólo tres tipos de personas dicen la verdad: los niños, los locos y los borrachos


El amor hace pasar el tiempo y el tiempo hace pasar el amor

No enciendas un fuego falso frente a un dios verdadero

Madame Tutli Putli

miércoles, 19 de mayo de 2010

miércoles, 12 de mayo de 2010

Adiós amor, hola tristeza (Micael Carranza)


Aquella muchacha escribía poemas, inspirada en la pérdida del amor verdadero. Lágrimas corrían e inundaban las hojas. Druidas, magos y hechiceros trataban de consolarla...
Pero sin ningún sentido.

El brujo del bosque se convierte en molusco para entrar en su corazón, con un fin; devolverle la sonrisa. Mientras él camina por su alma, cae una llovizna que mana de sus ojos.

Ella no quiere sonreír, suelta su abanico, entra en trance.

Como una amatista es su sueño, precioso y valioso. Su madre la cubre de glicinas para perfumarla.
El fuego consume las flores, el humo se esparce en la casa.
Desaparecen las raíces de todo rastro de vida.

Su amor con un aleteo y una azucarada sonrisa desaparece en el aire.

lunes, 3 de mayo de 2010

Rayuela. capítulo 68 (Julio Cortázar)


Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él aproximara suavemente su orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, las esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentía balparamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias.

lunes, 26 de abril de 2010

The last knit

Una historia para relatar

primer encuentro

Mejor que arder (Clarice Lispector)

Era alta, fuerte, con mucho cabello. La madre Clara tenía bozo oscuro y ojos profundos, negros.Había entrado en el convento por imposición de la familia: querían verla amparada en el seno de Dios. Obedeció.Cumplía sus obligaciones sin reclamar. Las obligaciones eran muchas. Y estaban los rezos. Rezaba con fervor. Y se confesaba todos los días. Todos los días recibía la hostia blanca que se deshacía en la boca. Pero empezó a cansarse de vivir sólo entre mujeres. Mujeres, mujeres, mujeres. Escogió a una amiga como confidente. Le dijo que no aguantaba más. La amiga le aconsejó: -Mortifica el cuerpo.
Comenzó a dormir en la losa fría. Y se fustigaba con el cilicio. De nada servía. Le daban fuertes gripas, quedaba toda arañada.
Se confesó con el padre. Él le mandó que siguiera mortificándose. Ella continuó. Pero a la hora en que el padre le tocaba la boca para darle la hostia se tenía que controlar para no morder la mano del padre. Éste percibía, pero nada decía. Había entre ambos un pacto mudo. Ambos se mortificaban.No podía ver más el cuerpo casi desnudo de Cristo.La madre Clara era hija de portugueses y, secretamente, se rasuraba las piernas velludas. Si supieran, ay de ella. Le contó al padre. Se quedó pálido. Imaginó que sus piernas debían ser fuertes, bien torneadas. Un día, a la hora de almuerzo, empezó a llorar. No le explicó la razón a nadie. Ni ella sabía por qué lloraba. Y de ahí en adelante vivía llorando. A pesar de comer poco, engordaba. Y tenía ojeras moradas. Su voz, cuando cantaba en la iglesia, era de contralto. Hasta que le dijo al padre en el confesionario: -¡No aguanto más, juro que ya no aguanto más! Él le dijo meditativo: -Es mejor no casarse. Pero es mejor casarse que arder.
Pidió una audiencia con la superiora. La superiora la reprendió ferozmente. Pero la madre Clara se mantuvo firme: quería salirse del convento, quería encontrar a un hombre, quería casarse. La superiora le pidió que esperara un año más. Respondió que no podía, que tenía que ser ya.
Arregló su pequeño equipaje y salió. Se fue a vivir a un internado para señoritas. Sus cabellos negros crecían en abundancia. Y parecía etérea, soñadora. Pagaba la pensión con el dinero que su familia le mandaba. La familia no se hacía el ánimo. Pero no podían dejarla morir de hambre.
Ella misma se hacía sus vestiditos de tela barata, en una máquina de coser que una joven del internado le prestaba. Los vestidos los usaba de manga larga, sin escote, debajo de la rodilla.
Y nada sucedía. Rezaba mucho para que algo bueno le sucediera. En forma de hombre. Y sucedió realmente.
Fue a un bar a comprar una botella de agua. El dueño era un guapo portugués a quien le encantaron los modales discretos de Clara. No quiso que ella pagara el agua. Ella se sonrojó.
Pero volvió al día siguiente para comprar cocada. Tampoco pagó. El portugués, cuyo nombre era Antonio, se armó de valor y la invitó a ir al cine con él. Ella se rehusó. <
Al día siguiente volvió para tomar un cafecito. Antonio le prometió que no la tocaría si iban al cine juntos. Aceptó.
Fueron a ver una película y no pusieron la más mínima atención. Durante la película estaban tomados de la mano.
Empezaron a encontrarse para dar largos paseos. Ella con sus cabellos negros. Él, de traje y corbata.
Entonces una noche él le dijo:
-Soy rico, el bar deja bastante dinero para podernos casar ¿Quieres?
Se casaron por la iglesia y por lo civil. En la iglesia el que los casó fue el padre, quien le había dicho que era mejor casarse que arder. Pasaron la luna de miel en Lisboa. Antonio dejó el bar en manos del hermano.
Ella regresó embarazada, satisfecha y alegre.
Tuvieron cuatro hijos, todos hombres, todos con mucho cabello.

lunes, 15 de marzo de 2010

Proyecto de Escritura


Liceo N° 1 DE 2 “José Figueroa Alcorta”
Proyecto de Taller de Escritura
Día: Lunes
Horario: 5 y 6 hora del Turno Mañana

(10:55hs a 12:15hs)
Profesoras: Noemí Fiumara y Marisa Negri
Inicia: Mes de abril

Taller de Lectura y Escritura

Fundamentación:

La Educación por el Arte es el eje en torno al cual se desarrolla este proyecto; su intención es guiar la creación desde una visión integradora, que promueva la comunicación y la reafirmación de la identidad a través del arte.

¿Qué es un Taller de lectura y escritura? Un lugar de experimentación.

¿Por qué leemos?, ¿por qué escribimos?, ¿qué nos impulsó a leer y a escribir?, ¿qué es lo que nos permite decir de un texto que es literario?, ¿qué procedimiento exploró el autor para lograr tal o cual efecto?, ¿cómo pensamos la lectura y la escritura?, son algunos de los interrogantes que podemos ir destejiendo en el quehacer literario.

La experiencia de leer y escribir es intransferible. Ambas despliegan un sin fin de sentidos. No se imponen, se ofrecen. Quizá, “no para que todos sean artistas, sino para que nadie sea esclavo”, al decir de Gianni Rodari.

Dinámica de trabajo

El taller consistirá de dos momentos.

El tiempo de la lectura, que se inicia como un juego, como un
lanzarse a. Sin mucho que pensar. Y con mucho de permiso. A sentir, a dejarse llevar, a quedarse
suspendido, a rechazar, a volver a empezar. Todo esto, y más, estallará con la lectura. El tiempo
de la escritura consiste en hallar “la propia voz narrativa”. “Esa voz que nos nombra” se
enfrentará, consigna tras consigna, con la concepción romántica de la escritura asociada a la
inspiración y a la producción de textos a partir del dictado de una voz “del más allá” o de “la
musa inspiradora”. Nada de esto es real. Iniciarse en la escritura es iniciarse en el oficio
artesanal. Pensar al texto como un artificio. Hay “una voz interior” que nos nombra y nos
expresa -que no es propiedad exclusiva de “los tocados por la barita mágica”- y, para dar con
ella, hay que ir en su búsqueda una y otra vez. Esto presume otro momento dentro del proceso
de escribir, la corrección. En ese movimiento constante donde vamos hallando “la propia voz de
la escritura”, a la vez, vamos reconociendo y estableciendo en qué consiste “la propia cocina de la
escritura”.


Objetivos:

*Generar un espacio de encuentro creativo entre los participantes en un marco de trabajo interactivo.

*Lograr un acercamiento a las diferentes expresiones artísticas y a la escritura creativa a través de la metodología de taller

*Experimentar trayectos desde otros lenguajes expresivos (plástica- música- cine) hacia la palabra

*Desarrollar creciente confianza en su propia capacidad de producción.

Actividades:

*Lectura de textos literarios (cuentos, poesías, canciones populares)

*Expresión oral

*Expresión Escritura. Reelaboración de textos leídos, parodia, elaboración de situaciones nuevas sugeridas por la lectura, transformación de un discurso en otro.

*Discusión grupal e intercambio de opiniones.

*El espacio lúdico con la palabra: juegos, humor, inventar palabras, encontrar palabras escondidas en un texto, imaginar definiciones, secuenciar rimas, jugar con los sonidos.

*Expresión plástica: ilustraciones, collage, manchas, etc.

*Exploración sonora: paisaje sonoro, recursos expresivos a partir del sonido.

*Conocimiento de recursos literarios empleados como herramienta para la escritura.

Bibliografía básica de las docentes

*Andruetto, M. Teresa; Lardone, L. La construcción del taller de escritura. Ediciones Homo Sapiens. 2003
*Alvarado, M; Rodríguez, M.; Tobelem, Mario. Teoría y Práctica de un Taller de Escritura. Grafein. Ed. Altalena. 1981.
*Bombini, Gustavo. La trama de los textos. Libros del Quirquincho 1991
*Caron, B; Caron, C. María. Escribir con humor. Juegos Literarios en el Taller. Ediciones Colihue. 1996.
* Díaz, Norberto. El taller de juegos verbales y corporales. Ed. del autor
* Guariglia, Graciela. El club de las letras. Libros del Quirquincho 1991
* Herbert Read. Educación por el Arte. Paidós 1996.
* Pampillo, Gloria: “El taller de escritura” Ed. Plus Ultra 1982
* Schafer, Murray. Cuando las palabras canta y Hacia una educación sonora. Ricordi 1970
* Tobelem, Mario. El libro de Grafein. Ed. Santillana 1989